Pedro Marrero | @marrero_pedro
Ser de un equipo que no es ninguno de los monstruos deportivos que se comen casi todo el pastel futbolístico no es nada fácil. Todo el mundo es de uno de los grandes y del de su pueblo. Estás obligado a elegir entre los ‘clubes-empresa-máquinas de hacer pasta’. No te dejan en paz cuando dices que eres del Tenerife. Ahora, después de casi medio siglo en el mundo, ya no me siento obligado a dar explicaciones. Siento simpatía por algunos equipos más que por otros. ¿Y quién no? ¿Y qué? ¿Qué pasa?
De niño era del Tenisca. Mi abuelo lo era. Hasta el punto de dejarse de hablar con familiares y amigos del Mensajero. Quizá por eso de ir de blanco desarrollé cierta simpatía hacia el Madrid. Luego apareció Maradona y nos hicimos todos del Barça. Luego la quinta del Buitre, el ‘Dream Team’, los galácticos, otro ‘Dream Team’… Y así hasta el presente, con Pedro antes y ahora con Pedri, al que espero entregar algún día un trofeo. Pero es eso y no los colores. Estos los tengo bien claros. Son dos.
También dos son las cuestiones que me plantean. Una sé responderla. La otra no, al menos con pocas palabras. Primera cuestión: ¿de qué equipo soy?. Del Tenerife, insisto. Segunda cuestión: ¿por qué?. Porque soy tinerfeño, quizá. Aunque no todo lo que me rodea me gusta pese a haber nacido en esta bendita tierra. Pero, esta pregunta no puede quedarse sin respuesta. Al menos sin una explicación. Un razonamiento que me lleva a afirmar categóricamente que, pese a las Ligas, Ligas de Campeones, Europeos y Mundiales de los equipos y selecciones que nos han hecho amar este deporte y disfrutar de momentos históricos, la única vez que se me han llegado a saltar las lágrimas viendo un partido ha sido aquí mismo, en casa, en el Heliodoro. En un partido del Tenerife.
Ni recuerdo el rival. Solo que necesitábamos los puntos como agua de mayo. Ese partido no se podía perder. Fue un partido de trabajo, mucho trabajo. Un partido malo, con poco fútbol espectáculo. El gol que desatascó el choque lo marcó Cristo Marrero. En el palco de prensa nos abrazábamos. Casi nos olvidamos de tomar nota: gol de Cristo, minuto tal, a pase de fulanito. Ni recuerdo cómo fue el gol. Solo que Cristo hizo lo que el equipo y los 15.000 aficionados que rugían esa tarde en las gradas necesitaban: meter el balón en la portería del rival.
No. No he sentido algo así viendo un partido de Champions ni de un Mundial. Bueno, con el gol de Iniesta, casi, casi. Pero no tanto. Tampoco sé explicar qué se siente en un momento así. Pero puedo poner otro ejemplo: llego al estadio, hablando de cualquier cosa. Que por qué Ramis puso a este y no al otro, cuando este jugó mejor el otro día… Cosas así. Mientras busco mi asiento echo un vistazo y veo a los jugadores calentando. Me fijo en el once para poder alimentar la conversación sobre el equipo que pondría yo, porque sé más que el míster, pese a que este ha sido futbolista profesional durante media vida y ahora es entrenador, también profesional. Aplaudes mientras se van al vestuario. A los pocos minutos aparecen unos chicos vestidos de blanco y azul y suena el himno. Se me eriza la piel y siento un nudo en la garganta. Pues eso.