Pedro Marrero | @marrero_pedro

Para felicitar a nuestro Club Deportivo Tenerife por su 100º aniversario no necesito muchas palabras, pero sí las adecuadas. Felicidades y gracias, por ejemplo. Gracias por hacernos sentir durante un siglo todo lo que un ser humano puede sentir presenciando un acontecimiento deportivo. Por ese sentimiento estamos unidos y remamos, gritamos, reímos y lloramos a la vez. Por eso y por más, mucho más, gracias y felicidades, insisto.

Recordar algunos de esos momentos mágicos es sencillo. Se nos vienen a la cabeza un montón. Quedarnos con uno ya no es tan fácil. Decidir qué ascenso es más importante, qué partido fue más decisivo, qué gol cambió la historia o qué época es más dorada -bueno, en este caso lo tenemos más o menos claro- ya son palabras mayores dignas de largos y maravillosos debates.

Las veces que me han preguntado he soltado la misma batallita, que nada tiene que ver con los años de Rommel, Valdano o Heynckes. Corría la temporada dos mil algo, a finales, con la permanencia al alcance y poco margen de error. Ni siquiera recuerdo al entrenador de entonces ni a casi ningún jugador.

El partido no fue bueno. Las cosas no habían salido demasiado bien durante la temporada y esa jornada, en el Heliodoro y ante una afición ansiosa, preocupada y emocionada, no estaba siendo distinta. Los puntos eran necesarios y el tiempo corría. Por no recordar, no recuerdo ni el marcador. Solo sé que necesitábamos un gol para poder seguir respirando y mirando hacia la permanencia, objetivo único entonces.

Sí, el gol necesario no llegaba pese a que el Tenerife rondaba el área de un rival que, como pueden imaginar, tampoco recuerdo. El tramo final del partido ya estaba siendo desesperante, casi dramático. Solo era un gol. El equipo blanquiazul lo merecía. La afición lo merecía. Entonces, como un oasis en el desierto, apareció Cristo Marrero.

Jamás he celebrado un gol con mayor entusiasmo: gritos, abrazos, ojos llenos de lágrimas. Todo sentimiento. Todo CD Tenerife. Como cuando entramos al estadio y mientras avanzamos hacia nuestros asientos vamos identificando a los jugadores que están calentando. Poco después entran a los vestuarios para luego salir mientras suena el himno. El nudo en la garganta lo resume, lo explica todo, como aquel gol de Cristo.

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